...si es que existe la normalidad.
El caso es que ya regresé de mi breve (siempre son breves) visita al país de la marimba y el Petén, la cuna y esplendor de los mayas. Durante una semana exploré y disfruté de algunos de los lugares más interesantes de Guatemala.
Antigua fue la base de operaciones. Antigua Guatemala fue la capital colonial de lo que, en época colonial, se designó como Guatemala, comprendiendo desde Chiapas hasta Costa Rica, es decir, más o menos toda Centroamérica. Hoy día es Patrimonio de la Humanidad gracias a la extraordinaria conservación de su pasado carácter colonial (olor colonial podríamos decir) y el enorme legado arquitectónico que, a duras penas, mantiene en pie: conventos e iglesias que resisten la incesante actividad sísmica y las erupciones de los tres volcanes que la rodean (volcán del Agua, volcán del Fuego y Acatenango). Les Luthiers acabaría con un "y al atardecer llueven meteoritos", pero no es el caso.
Chichicastenango, un pueblecito más al norte tiene el interés de su mercado dominical al que acuden, como a un lugar de culto, indígenas de todas partes del país para tratar de vender su artesanía y otras mercancías tanto a extranjeros como a los propios guatemaltecos. Creo que el adjetivo abigarrado define extraordinariamente la experiencia que allí se vive.
El lago Atitlán es considerado uno de los paisajes más bonitos del mundo (no sabía que había un ranking, pero bueno...). Originado sobre lo que fue el cono de un volcán, aún mantiene actividad en su fondo: la suficiente como para dejar evidencias en forma de piedras pómez flotando permanentemente en su superficie, pero no tanta como para evitar que el lago contenga vida que alimenta a los pueblos de su costa (a su costa). Los humildes pueblos de pescadores que viven del lago también están rodeados de tres volcanes activos: Atitlán, Tolimán y San Pedro.
Por último, el plato fuerte: el Petén y Tikal. El esplendor maya y la naturaleza más salvaje. Caminando por los senderos que llevan al templo del Gran Jaguar da la sensación de que los antiguos mayas podrían estar agazapados, apostados con sus cerbatanas cargadas, a sólo cinco metros de ti, preparados para emboscar a los intrusos. Aunque te detuvieras y miraras fijamente en dirección a cualquiera de ellos, nunca serías capaz de descifrar una figura humana entre la espesura de la selva.
Hoy día sería difícil que los mayas, civilización venida a menos mucho antes de que los españoles llegaran al nuevo mundo, nos atacaran avalanzándose sobre nosotros desde la densa maleza, pero siempre queda la remota posibilidad de que lo haga un jaguar o un puma. No tuvimos la suerte de encontrar ninguno de ellos, sin embargo sí pudimos ver al mono araña y oir al mono aullador (seguramente discutiendo con la parienta).
De Tikal en sí, decir que era lo que más ganas tenía de conocer. Esperaba algo precioso, pero mis espectativas se quedaron cortas. Mi ignorancia me llevó a pensar que vería un par de templos-pirámide y alguna que otra piedra más por ahí suelta, con suerte quizá un juego de pelota. Pero no. Encontré una ciudad entera, una ciudad cuyos primeros vestigios datan del 600 a.C. (sí, sí, a.C.) y cuyo último monumento se concluyó en el 899 d.C. (milenio y medio de vida), una ciudad que nunca estuvo perdida, aunque estuvo abandonada casi otro milenio. Según dicen, los descendientes de los gloriosos mayas siempre supieron de su existencia, e incluso de su ubicación, pero no lo revelaron... no hasta años después de la independencia del país. A mediados del siglo XIX, los mayas guiaron a los exploradores a través de la espesura de la selva del Petén hasta los restos intactos de la posiblemente más gloriosa ciudad maya. Y digo restos intactos refiriéndome a saqueos humanos, porque lo que allí se encontró estaba literalmente engullido por la naturaleza. Hoy día sólo está descubierto el 30% de lo que se cree que fueron las edificaciones imperecederas de una ciudad que llegó a contar con hasta 150.000 habitantes. Imaginaos, una ciudad del tamaño de Cádiz, en medio de pura selva.
No hay palabras.
